Así comenzaba la aventura, muchas veces obligada, de los inmigrantes judíos a América a fines del siglo XIX
Mi primer viaje oceánico no careció de interés. Salimos con el vapor el 8 de enero de 1897 del puerto alemán de Bremerhaven.
Paramos en primer lugar en Amberes, la gran urbe flamenca, porque este idioma, muy parecido al alemán, dominaba allí completamente.
Tuve pues oportunidad de admirar sus avenidas populosas, sus mansiones patricias, su gigantesco puerto y ante todo en sus museos los famosos cuadros de Rubens y otros maestros de la escuela flamenca.
Hasta allí llegó el Dr. Sonnenfeld, director general de la ICA (Jewish Colonization Association, promotora de la saga de los “gauchos judíos”) de París, para entregarme de compañero de viaje a su hijo (quien me ocasionaba bastante fastidio).
Habiendo visto la isla de Wight sin entrar en el puerto de Southampton, enpocas horas llegamos a la ciudad gallega de La Coruña y su hermosa bahía, donde se embarcaron clandestinamente jóvenes que escapaban del servicio militar y su envío y a su envío a la guerra cubano-española.
El 22 de enero llegamos a la Palma, capital de la isla Gran Canaria. Allí conocí la vegetación subtropical (plantaciones de naranjas, limoneros, bananas), una ciudad edificada de acuerdo con el clima clemente, y comí por primera vez grandes panes blancos (porque en ese tiempo sólo se conocían en Alemania, al lado del pan moreno de centeno, pequeños pancitos de harina de trigo).
También probé comida preparada con aceite de oliva y así aumenté mis conocimientos botánicos, culinarios y folklóricos (en el mercado chupaban, por ejemplo, los rapaces trocitos de caña de azúcar en lugar de caramelos).
Siendo aún prohibido a los vapores alemanes, conforme al decreto Heydebrink, parar en los puertos brasileños, no tuve ocasión de admirar la hermosa entrada a Río de Janeiro.
Pasamos solamente cerca del cabo Frías, y cuando después de un bravo mar en la bahía de Santa Catalina nos acercamos al estuario del Río de la Plata, fue el primer saludo una manga de langostas que el viento había empujado mar afuera.
Atracamos a la mañana siguiente en Montevideo. Visité la ciudad que parecía triste y solitaria, porque se temía a cada momento el estallido de una revolución, plaga que hasta 1905 asoló a menudo al hermoso país uruguayo.
Al anochecer nuestro vapor siguió su viaje entrando en el majestuoso Río de la Plata y navegando cautelosamente, así que recién a la madrugada tuvimos a la vista la meta de nuestro viaje, Buenos Aires.
Con el vaporcito de sanidad (no sé cómo se arreglaron) llegó Richard Stern sobrino de unos conocidos, con su amigo y compañero, un cierto Hennig, para saludarme.
Fue indudablemente un rasgo amable, mayormente porque ni antes ni después había tenido simpatía con Richard Stern, mientras Hennig, a quien recién ahora conocía, me hizo una impresión más favorable.
Estando entonces aún en construcción el puerto Madero, el vapor atracón en un muelle de la Boca, donde mi antiguo camarada de Proskau, Herman Boettrich, yun representante de la ICA me esperaron.
El último, alsaciano y ferviente patriota francés, se autotitulaba “jefe de la inmigración” y era un tipo curioso.
Famosos entre sus relaciones de exagerado (conforme a las diferentes actividades contadas por él en la Argentina, debía tener al menos 210 primaveras), solía presentarse a los inmigrantes como hijo del Barón de Hirsch.
Conmigo no se arriesgó, pero mientras acompañó al joven Sonnenfeld, a mí y a mis amigos que me habían esperado al Hotel de Londres, situado en la Plaza de Mayo, no despreció la oportunidad de “darse tono” y contarme en el camino más mentiras que las que yo probablemente había oído antes en toda mi vida.
Por Arturo Bab