La obra de este pintor argentino es la historia de una indagación que aúna lo estético con lo espiritual, el automatismo con la Kabalá…
Ser surrealista significa nacer con un don muy preciso, sentir de un modo tremendo el impacto de la existencia, desarrollar virtudes de visionario y perseguir a través de una paciente y apasionante labor artesanal, una constante indagación del conocimiento humano”.
El surrealismo en la Argentina fue una actitud espiritual emparentada para algunos con la revuelta romántica que periódicamente alterna el ritmo de las actitudes ante el mundo.
Las circunstancias socio-políticas en la década del ´20 no eran iguales, pero si tomamos del surrealismo su actitud de rebeldía ante valores culturales
Roberto Aizenberg (1928-1996) fue alumno de Batlle Planas, su maestro en todos los aspectos: tanto en la dinámica del trabajo como en la comprensión del instrumento a utilizar: el automatismo.
El automatismo como método de indagación no solo para fomentar la creatividad, sino para lograr el contacto con verdades más profundas, relaciones en el reino del espíritu, penetración desde lo externo a las diferentes estructuras de lo real.
“He realizado el ejercicio ascético a través de la pintura y ni siquiera he leído textos esotéricos”.
La obra de Aizenberg, es el testimonio de una indagación plástica de orientación personal, en la que no es posible establecer clasificaciones, participa a veces del surrealismo, la pintura metafísica y otras de una geometría poética.
Aizenberg, confiesa haber utilizado siempre el automatismo, pero a esta práctica sigue en él, un trabajo incansable de bocetos, pequeños dibujos de blocks, que reiteran una y otra vez la búsqueda formal, antes de su traslado al lenguaje definitivo.
En su obra constituye “una sólida unidad de información”. Su admiración compartida con algunos surrealistas, por la obra de Bosch Grunewald y Rousseau, a lo que agrega su adhesión a de Chirico y Piero della Francesca.
Su sentido interior del tiempo, sobre todo en los óleos, la elaboración es lenta y trabajosa, es una batalla vital que se emprende sin plazos.
Sobre su método de trabajo dijo: “Hay en mi obra una primera etapa de aportación, de material en bruto, que es totalmente automática, sin ninguna preocupación estética o moral. Después una segunda de reconocimiento de ese material de elaboración desde el punto de vista de la imagen.
En esta segunda etapa funcionan de una manera mucho más coherente todos los sistemas: el racional y el irracional, la inteligencia y el gusto, la experiencia y el conocimiento.”
No siempre tuvo ante un trabajo la idea definida de lo que iba a hacer al comenzar un óleo o un dibujo, aunque internamente haya una claridad enorme de la imagen.
Con el transcurso del trabajo, la imagen se va modificando, en realidad, es una búsqueda constante de coincidencias entre lo que “ve” interiormente y lo que va apareciendo en la tela o el papel.
Cuando la idea y la imagen se corresponden exactamente y no existe el mínimo desnivel entre el adentro y el afuera, el trabajo está concluido.
El trabajo en óleo, responde mejor a sus necesidades expresivas en la pintura, no porque le sea fácil, sino porque se produce una batalla por su dominio que le permite una dialéctica que emprende con su tiempo sin tiempo, y en el que va fijando instancias de su temática esencial.
“Incendio del Colegio Jasidista de Minsk en 1713”
Minsk, una ciudad de Rusia (país entonces marginado del brillo cultural de occidente), albergaba a otra comunidad segregada, los judíos, que a su vez se dedicaba a través de la Cábala, a sutilezas no ortodoxas, en las que convivían la fe y el calculo, el análisis y la especulación.
La coexistencia de una fe dentro de otra y de una actividad esotérica, hermética e iniciática en pleno siglo del racionalismo, relativizaban irónicamente la validez absoluta de toda doctrina y aludiendo a la identidad de niveles (consciente e inconsciente, luz y misterio, revelación y razón).
Su repertorio de imágenes, que alternan formas envolventes o rectas, ritmos seriados o no, paisajes urbanos, geológicos, espacios de graduada luminosidad, recuadros de ordenamiento geométrico seriados y vibrantes.
Torres urbanas, monumentos centrados en el espacio del cuadro, a manera de nuevos menhires motivos de un orden vertical, por el que parece optar.
Su adhesión a lo vertical como afirmación de la vida, aunque el clima no deja de transmitir: soledad, encierro, incomunicación, presagio que la ausencia humana o la presencia implícita en una arquitectura de lo que es responsable no logra sino acentuar.
El mundo obsesivo de Aizenberg evoca el temblor de las pesadillas, incrustada en una atemporalidad metafísica. Sus escenarios, paisajes y construcciones hieráticas parecen invocar un rumor religioso, cabalístico, que el artista fue destilando y purificando a lo largo de medio siglo de trabajo.
Es que la extraña racionalidad de su pintura surge como consecuencia de una razón apasionada y un nivel de sugerencia que no tiene nada de común con lo que practicaron la mayoría de los geométricos argentinos.
Es una geometrización del mundo tan reflexivo como angustiante, con economía de las imágenes y la emoción, depurada de todo lo accesorio a sus propósitos plásticos.
A pesar del brillo, de los colores y de las simplezas de las formas, hay algo sombrío, una atmósfera suspendida y coagulada.
Hay un poder evocativo en esas arquitecturas: son emblema de los urbano, de lo sagrado en lo cotidiano, de cierta nostalgia del humanismo.